Carnaval

Hoy encontré al amigo Fausto triste en el último día de carnaval.
Guardado de los traviesos y ‘malosos’ carnavaleros,
del agua, de la humedad.
Por proteger los dibujos, el maletín que atesora su fantasía artística.

Procura quedarse arrimado en la vecindad lo que dura el feriado,
compartiendo tiempo entre los quehaceres diarios de los ocupantes,
la rutina interna de los pasillos que acogen su estancia por las noches.
Lejos de la plaza, luego de la última misa, se encamina zigzagueante
por sus moradas nocturnas, puntos de abastecimiento y última recolecta antes de refugiarse. Vive en una casona en la vista más bella de Quito,
en el barrio de San Juan.Tradicional en sus calles angostas y escalinatas pronunciadas,
Cuestas de tacones rotos, calzados esforzados, una sola pierna.
Hoy presencie la subida de un borrachín esbelto en su tambaleo.
Con aliento de su último licor, expulsa los aires de tabaco y cabaret.
¡Buenas noches vecinos! dice el hombre con esfuerzo,
¡Ya mismo llegó ¡
Fausto lo mantiene en su mirada hasta el descanso de la cuesta,
que continúa aun muy trepadora
Presentía a mi amigo dolido, por sus palabras breves,
sin mucho entusiasmo.
Se mantenía en la puerta sujetando sus dibujos.
En estos días de cobijarse entre los pasillos de la casona,
experimento miradas de desencanto con su presencia,
su anonimato sin alquiler, arrinconado a la noche
y a sus tempestades, acomoda el sueño a la luz tenue
que vela la ventana de un inquilino al fondo de un pasillo,
con vista a la ciudad centellante.
Arrima la espalda al muro y se dispone anochecer.
Con una linterna, una radio grabadora,
con baterías agotadas, 12 en total.
La noche esta oscura para pintar,
contempla el contorno noctívago de Quito.
La silueta del Pichincha, iluminado de ventanales parejos
a los pies de la virgen
Los cielos se ahondan oscuros y lluviosos.

Con una cobija y frazadas improvisadas que guarda en un costal,
escondido en los recovecos de la vieja casona.
Se duerme con el cuerpo apoyado a sus pertenencias, al tacto.
Se saca los zapatos para dormir.
Y junto al sombrero acomoda la cabeza para el sueño.

Con un sueño vaporoso, atento a cada ruido extraño.
Acostumbrado al cantar de los borrachos,
las grescas y malas palabras,
en quechua y en el castellano de clases medias, mal pronunciado.
Al amparo de los humores de la vecindad.
Sin embargo, hay caritativos que alimentan su hambre,
con café y pan, en ocasiones sopas y buenos tratos por parte
de sus samaritanos, que ven en él, una figura bizarra que
pinta y comparte con el entorno
con mucha naturalidad y cautela.
Algunos lo saludan de vecino, los niños los más curiosos con su
presencia, otros adolescentes ellos, son más reacios.
Como el caso de la muchacha malcriada que vive pasando la tienda.
Un día, cuenta Fausto, se encuentran en la calle,
el subiendo la cuesta y ella de bajada,
con esfuerzos y cansancios de subir con un costal de pinturas
y trastes, un banco de madera de eucalipto, una maleta de hombro
que guarda la radio grabadora, casetes y pertenencias de primera mano.
Y el cartel / escudo que a su vez es portafolio de sus preciadas
historietas y personajes, a los cuales dedica todo su jornada,
con fervor y sencillez.

La muchacha le encara y lee el cartel de ese día:
“La gente no ayuda para nada”

¡Y que Chucha si no te ayuda la gente¡ le ha dicho esta muchacha.
El sorprendido pierde la viada con la que subía y se defiende.
“Yo pinto y la gente no me ayuda en nada”, le responde.

¡Y porque debería, tú no haces nada, a mí no me ayudan.
Nadie ayuda a nadie! le ha insultado esta chica,
ya alejándose, hace un alto y se devuelve para decirle,
muy cerca al rostro. ¡Y ya deja de escribir esas mierdas!

Del bolsillo de la tercera camisa lleva sujeta la llave del candado
que da ingreso a la casona, y dos otras que no hallan cerradura.
Ingresa en silencios, suave como un ratoncillo,
se dirige hacia su rincón. Mantiene un perfil bajo, sale de su morada
a las nueve de la mañana, procura desayunar,
y antes de bajar a la plaza se detiene en la Xerox
y hace foto copias de sus Cristos,
para entregar aquellos feligreses que le destinan unas monedas,
o para aquellos sensibles que le compran su arte.

Una vez en la plaza, su éxodo se alarga hasta la última misa,
minutos antes de que cierren las rejas del altar,
luego con la noche se empina las calles hacia San Juan.
Llega con el desvelo de la vecindad.
Luces a medio apagar, el bombillo del corredor principal
se apaga a las once y media, dándole tiempo para acomodar
sus pertenencias y sentado en el banco,
adentrado en los pasillos aguarda la oscuridad para comer.

Es por eso que esta experiencia que se repite todos los carnavales,
les es molesto, ya que su presencia se multiplica en los comentarios
de los ocupantes. Con su último dinero en mano, sabe que tendrá
que fiar por lo menos dos, del feriado de cuatro. Que para entonces
habrá escampado y podrá regresar hacia la plaza y retomar la jornada.
Que su invisibilidad será nuevamente para el vecindario, un vaho oculto del pernoctado que minutos antes bostezaba en ese corredor. A la gente no le agradan los arrimados,
y el lo sabe bien.

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